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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[1687] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA PRESENCIA DE LA MUJER EN LA VIDA DEL SACERDOTE

De la Carta Non vi stupite, a los sacerdotes, con ocasión del Jueves Santo, 25 marzo 1995

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2. Deseo reflexionar en esta carta sobre la relación entre el sacerdote y la mujer, ya que el tema de la mujer merece este año una atención especial, del mismo modo como el año pasado la tuvo el tema de la familia. Efectivamente, se dedicará a la mujer la importante conferencia internacional convocada por la Organización de las Naciones Unidas en Pekín, durante el próximo mes de septiembre. Es un tema nuevo respecto al del año pasado, pero estrechamente relacionado con él.

A esta carta, queridos hermanos en el sacerdocio, quiero unir otro documento. Así como el año pasado acompañé el Mensaje del Jueves Santo con la Carta a las Familias, del mismo modo quisiera ahora entregaros de nuevo la carta apostólica Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988). Como recordaréis, se trata de un texto elaborado al final del Año Mariano 1987-1988, durante el cual publiqué la carta encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987). Deseo vivamente que durante este año se lea de nuevo la Mulieris dignitatem, haciéndola objeto de meditación y considerando especialmente sus aspectos marianos.

La relación con la Madre de Dios es fundamental para la “reflexión” cristiana. Lo es, ante todo, a nivel teológico, por la especialísima relación de María con el Verbo Encarnado y con la Iglesia, su Cuerpo Místico. Pero lo es también a nivel histórico, antropológico y cultural. De hecho, en el cristianismo, la figura de la Madre de Dios representa una gran fuente de inspiración no sólo para la vida espiritual, sino incluso para la cultura cristiana y para el mismo amor a la patria. Hay pruebas de ello en el patrimonio histórico de muchas naciones. En Polonia, por ejemplo, el monumento literario más antiguo es el canto Bogurodzica (Madre de Dios), que ha inspirado en nuestros antepasados no sólo la organización de la vida de la nación, sino incluso la defensa de la justa causa en el campo de batalla. La Madre del Hijo de Dios ha sido la “gran inspiradora” para los individuos y para naciones cristianas enteras. También esto, a su modo, dice muchísimo de la importancia de la mujer en la vida del hombre y, de manera especial, en la del sacerdote.

Ya he tenido oportunidad de tratar este tema en la encíclica Redemptoris Mater y en la carta apostólica Mulieris dignitatem, rindiendo homenaje a aquellas mujeres –madres, esposas, hijas o hermanas– que para los respectivos hijos, maridos, padres y hermanos han sido una ayuda eficaz para el bien. No sin motivo se habla de “talento femenino”, y cuanto he escrito hasta ahora confirma el fundamento de esta expresión. Sin embargo, tratándose de la vida sacerdotal, la presencia de la mujer asume un carácter peculiar y exige un análisis específico. [...]

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4. Jesucristo es el hijo único de María Santísima. Comprendemos bien el significado de este misterio: convenía que fuera así, ya que un Hijo tan singular por su divinidad no podría ser más que el único hijo de su Madre Virgen. Pero precisamente esta unicidad se presenta, de algún modo, como la mejor “garantía” de una “multiplicidad” espiritual. Cristo, verdadero hombre y a la vez eterno y unigénito Hijo del Padre celestial, tiene, en el plano espiritual, un número inmenso de hermanos y hermanas. En efecto, la familia de Dios abarca a todos los hombres: no solamente a cuantos mediante el Bautismo son hijos adoptivos de Dios, sino en cierto sentido a la Humanidad entera, pues Cristo ha redimido a todos los hombres y mujeres, ofreciéndoles la posibilidad de ser hijos e hijas adoptivos del Padre eterno. Así todos somos hermanos y hermanas en Cristo.

He aquí cómo surge en el horizonte de nuestra reflexión sobre la relación entre el sacerdote y la mujer, junto a la figura de la madre, la de la hermana. Gracias a la Redención, el sacerdote participa de un modo particular de la relación de fraternidad ofrecida por Cristo a todos los redimidos.

Muchos de nosotros, sacerdotes, tienen hermanas en la familia. En todo caso, cada sacerdote desde niño ha tenido ocasión de encontrarse con muchachas, si no en la propia familia, al menos en el vecindario, en los juegos de infancia y en la escuela. Un tipo de comunidad mixta tiene una gran importancia para la formación de la personalidad de los muchachos y muchachas.

Nos referimos aquí al designio originario del Creador, que al principio creó al ser humano “varón y mujer” (cf. Gn 1, 27). Este acto divino creador continúa a través de las generaciones. El libro del Génesis habla de ello en el contexto de la vocación al matrimonio: “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer” (2, 24). La vocación al matrimonio supone y exige obviamente que el ambiente en el que se vive esté compuesto por hombres y mujeres.

En este contexto no nacen solamente las vocaciones al matrimonio, sino también al sacerdocio y a la vida consagrada. Éstas no se forman aisladamente. Cada candidato al sacerdocio, al entrar en el seminario, tiene a sus espaldas la experiencia de la propia familia y de la escuela, donde ha encontrado a muchos coetáneos y coetáneas. Para vivir en el celibato de modo maduro y sereno, parece ser particularmente importante que el sacerdote desarrolle profundamente en sí mismo la imagen de la mujer como hermana. En Cristo, hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los vínculos familiares. Se trata de un vínculo universal, gracias al cual el sacerdote puede abrirse a cada ambiente nuevo, hasta el más diverso bajo el aspecto étnico o cultural, con la conciencia de deber ejercer en favor de los hombres y de las mujeres a quienes es enviado un ministerio de auténtica paternidad espiritual, que le concede “hijos” e “hijas” en el Señor (cf. 1 Ts 2, 11; Ga 4, 19).

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5. “La hermana” representa sin duda una manifestación específica de la belleza espiritual de la mujer, pero es, al mismo tiempo, expresión de su “carácter intangible”. Si el sacerdote, con la ayuda de la gracia divina y bajo la especial protección de María Virgen y Madre, madura de este modo su actitud hacia la mujer, en su ministerio se verá acompañado por un sentimiento de gran confianza precisamente por parte de las mujeres, consideradas por él, en las diversas edades y situaciones de la vida, como hermanas y madres.

La figura de la mujer-hermana tiene notable importancia en nuestra civilización cristiana, donde innumerables mujeres se han hecho hermanas de todos, gracias a la actitud típica que ellas han tomado con el prójimo, especialmente con el más necesitado. Una “hermana” es garantía de gratuidad: en la escuela, en el hospital, en la cárcel y en otros sectores de los servicios sociales. Cuando una mujer permanece soltera, con su “entrega como hermana” mediante el compromiso apostólico o la generosa dedicación al prójimo, desarrolla una peculiar maternidad espiritual. Esta entrega desinteresada de “fraterna” feminidad ilumina la existencia humana, suscita los mejores sentimientos de los que es capaz el hombre y siempre deja tras de sí una huella de agradecimiento por el bien ofrecido gratuitamente.

Así pues, las dos dimensiones fundamentales de la relación entre la mujer y el sacerdote son las de madre y hermana. Si esta relación se desarrolla de modo sereno y maduro, la mujer no encontrará particulares dificultades en su trato con el sacerdote. Por ejemplo, no las encontrará al confesar las propias culpas en el sacramento de la Penitencia. Mucho menos las encontrará al emprender con los sacerdotes diversas actividades apostólicas. Cada sacerdote tiene, pues, la gran responsabilidad de desarrollar en sí mismo una auténtica actitud de hermano hacia la mujer, actitud que no admite ambigüedad. En esta perspectiva, el apóstol recomienda al discípulo Timoteo tratar “a las ancianas, como a madres y a las jóvenes, como a hermanas, con toda pureza” (Tm 5, 2).

Cuando Cristo afirmó –como escribe el evangelista Mateo– que el hombre puede permanecer célibe por el Reino de Dios, los apóstoles quedaron perplejos (cfr. 19, 10-12). Un poco antes había declarado indisoluble el matrimonio, y ya esta verdad había suscitado en ellos una reacción significativa: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19, 10). Como se ve, su reacción iba en dirección opuesta a la lógica de fidelidad en la que se inspiraba Jesús. Pero el Maestro aprovecha también esta incomprensión para introducir, en el estrecho horizonte del modo de pensar de ellos, la perspectiva del celibato por el Reino de Dios. Con esto trata de afirmar que el matrimonio tiene su propia dignidad y santidad sacramental y que existe también otro camino para el cristiano; camino que no es vida del matrimonio sino elección consciente del celibato por el Reino de los cielos.

En este horizonte, la mujer no puede ser para el sacerdote más que una hermana, y esta dignidad de hermana debe ser considerada conscientemente por él. El Apóstol Pablo, que vivía el celibato, escribe así en la Primera Carta a los Corintios: “Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular; unos de una manera, otros de otra” (7, 7). Para él no hay duda: tanto el matrimonio como el celibato son dones de Dios, que hay que custodiar y cultivar con cuidado. Subrayando la superioridad de la virginidad, de ningún modo menosprecia el matrimonio. Ambos tienen un carisma específico; cada uno de ellos es una vocación, que el hombre, con la ayuda de la gracia de Dios, debe saber discernir en la propia vida.

La vocación al celibato necesita ser defendida conscientemente con una vigilancia especial sobre los sentimientos y sobre toda la propia conducta. En particular, debe defender su vocación el sacerdote que, según la disciplina vigente en la Iglesia occidental y tan estimada por la oriental, ha elegido el celibato por el Reino de Dios. Cuando en el trato con una mujer peligrara el don y la elección del celibato, el sacerdote debe luchar para mantenerse fiel a su vocación. Semejante defensa no significaría que el matrimonio sea algo malo en sí mismo, sino que para el sacerdote el camino es otro. Dejarlo sería, en su caso, faltar a la palabra de Dios.

La oración del Señor: “No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”, cobra un significado especial en el contexto de la civilización contemporánea, saturada de elementos de hedonismo, egocentrismo y sensualidad. Se propaga por desgracia la pornografía, que humilla la dignidad de la mujer, tratándola exclusivamente como objeto de placer sexual. Estos aspectos de la civilización actual no favorecen ciertamente la fidelidad conyugal ni el celibato por el Reino de Dios. Si el sacerdote no fomenta en sí mismo auténticas disposiciones de fe, de esperanza y de amor a Dios, puede ceder fácilmente a los reclamos que le llegan del mundo. ¿Cómo no dirigirme, pues, a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, hoy Jueves Santo, para exhortaros a permanecer fieles al don del celibato, que nos ofrece Cristo? En él se encierra un bien espiritual para cada uno y para toda la Iglesia.

En el pensamiento y en la oración están hoy presentes de forma especial nuestros hermanos en el sacerdocio que encuentran dificultades en este cargo y quienes precisamente por causa de una mujer han abandonado el ministerio sacerdotal. Confiamos a María Santísima, Madre de los sacerdotes, y a la intercesión de los numerosos santos sacerdotes de la historia de la Iglesia el difícil momento que están pasando, pidiendo para ellos la gracia de volver al primitivo fervor (cf. Ap. 2 4-5). La experiencia de mi ministerio, y creo que sirve para cada obispo, confirma que se dan casos de vuelta a este fervor y que incluso hoy no son pocos. Dios permanece fiel a la alianza que establece con el hombre en el sacramento del Orden sacerdotal.

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6. Ahora quisiera tratar el tema, aún más amplio, del papel que la mujer está llamada a desempeñar en la edificación de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha recogido plenamente la lógica del Evangelio, en los capítulos II y III de la constitución dogmática Lumen gentium, presentando a la Iglesia en primer lugar como Pueblo de Dios y después como estructura jerárquica. La Iglesia es sobre todo Pueblo de Dios, ya que quienes la forman, hombres y mujeres, participan –cada uno a su manera– de la misión profética, sacerdotal y real de Cristo. Mientras invito a releer estos textos conciliares, me limitaré aquí a algunas breves reflexiones partiendo del Evangelio.

En el momento de la ascensión a los cielos, Cristo manda a los apóstoles: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15). Predicar el Evangelio es realizar la misión profética, que en la Iglesia tiene diversas modalidades según el carisma dado a cada uno (cf. Ef 4, 11-13). En aquella circunstancia, tratándose de los apóstoles y de su peculiar misión, este mandato es confiado a unos hombres; pero, si leemos atentamente los relatos evangélicos y especialmente el de Juan, llama la atención el hecho de que la misión profética considerada en toda su amplitud, es concedida a hombres y mujeres. Baste recordar, por ejemplo, la Samaritana y su diálogo con Cristo junto al pozo de Jacob en Sicar (cf. Jn 4, 1-42); es a ella samaritana y además pecadora, a quien Jesús revela la profundidad del verdadero culto a Dios, al cual no interesa el lugar sino la actitud de adoración “en espíritu y verdad”.

Y ¿qué decir de las hermanas de Lázaro, María y Marta? Los sinópticos, a propósito de la “contemplativa” María, destacan la primacía que Jesús da a la contemplación sobre la acción (cf. Lc 10, 42). Más importante aún es lo que escribe San Juan en el contexto de la resurrección de Lázaro, su hermano. En este caso es a Marta, la más “activa” de las dos, a quien Jesús revela los misterios profundos de su misión: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25-26). En estas palabras dirigidas a una mujer está contenido el misterio pascual.

Pero sigamos con el relato evangélico y entremos en la narración de la Pasión. ¿No es quizá un dato incontestable que fueron precisamente las mujeres quienes estuvieron más cercanas a Jesús en el camino de la cruz y en la hora de la muerte? Un hombre, Simón de Cirene, es obligado a llevar la cruz (cf Mt 27, 32); en cambio, numerosas mujeres de Jerusalén le demuestran espontáneamente compasión a lo largo del “via crucis” (cf. Lc 23, 27). La figura de la Verónica, aunque no sea bíblica, expresa bien los sentimientos de la mujer en la vía dolorosa.

Al pie de la cruz está únicamente un Apóstol, Juan de Zebedeo, y sin embargo hay varias mujeres (cf Mt 27, 55-56); la Madre de Cristo, que según la tradición lo había acompañado en el camino hacia el Calvario; Salomé, la madre de los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago; María, madre de Santiago el Menor y de José, y María Magdalena. Todas ellas son testigos valientes de la agonía de Jesús; todas están presentes en el momento de la unión y de la deposición de su cuerpo en el sepulcro. Después de la sepultura, al llegar al final del día anterior al sábado, se marchan pero con el propósito de volver apenas les sea permitido. Y serán las primeras en llegar temprano al sepulcro, el día después de la fiesta. Serán los primeros testigos de la tumba vacía y las que informarán de todo a los apóstoles (cf. Jn 20 1-2). María Magdalena, que permaneció llorando junto al sepulcro, es la primera en encontrar al Resucitado, el cual la envía a los apóstoles como primera anunciadora de su Resurrección (cf. Jn 20, 11-18). Con razón, pues, la tradición oriental pone a la Magdalena casi a la par de los apóstoles, ya que fue la primera en anunciar la verdad de la Resurrección, seguida después por los apóstoles y los demás discípulos de Cristo.

De este modo las mujeres, junto con los hombres, participan también en la misión profética de Cristo. Y lo mismo puede decirse sobre su participación en la misión sacerdotal y real. El sacerdocio universal de los fieles y la dignidad real se conceden a los hombres y a las mujeres. A este respecto ilustra mucho una atenta lectura de unos fragmentos de la Primera Carta de San Pedro (2, 9-10) y de la constitución conciliar Lumen gentium (nn. 10-12; 34-36).

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7. En esta última, al capítulo sobre el Pueblo de Dios sigue el de la estructura jerárquica de la Iglesia. En él se habla del sacerdocio ministerial, al que por voluntad de Cristo se admite únicamente a los hombres. Hoy, en algunos ambientes, el hecho de que la mujer no pueda ser ordenada sacerdote se interpreta como una forma de discriminación, Pero, ¿es realmente así?

Ciertamente la cuestión podría plantearse en estos términos, si el sacerdocio jerárquico conllevara una situación social de privilegio, caracterizada por el ejercicio del “poder”. Pero no es así: el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo, no es expresión de dominio sino de servicio. Quien lo interpretase como “dominio”, se alejaría realmente de la intención de Cristo, que en el Cenáculo inició la Última Cena lavando los pies a los apóstoles. De este modo puso fuertemente de relieve el carácter “ministerial” del sacerdocio instituido aquella misma tarde. “Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Sí, el sacerdocio que hoy recordamos con tanta veneración como nuestra herencia especial, queridos hermanos, ¡es un sacerdocio ministerial! ¡Servimos al Pueblo de Dios! ¡Servimos su misión! Nuestro sacerdocio debe garantizar la participación de todos –hombres y mujeres– en la triple misión profética, sacerdotal y real de Cristo. Y no sólo el sacramento del Orden es ministerial: ministerial es, ante todo, la misma Eucaristía. Al afirmar: “Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros (...) Ésta es la copa de la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20), Cristo manifiesta su servicio más sublime; el servicio de la redención, en la cual el unigénito y eterno Hijo de Dios se convierte en Siervo del hombre en su sentido más pleno y profundo.

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8. Al lado de Cristo-Siervo no podemos olvidar a Aquélla que es “la Sierva”, María. San Lucas nos relata que, en el momento decisivo de la Anunciación, la Virgen pronunció su “fiat” diciendo: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38). La relación del sacerdote con la mujer como madre y hermana se enriquece, gracias a la tradición mariana, con otro aspecto: el del servicio e imitación de María Sierva. Si el sacerdocio es ministerial por naturaleza, es preciso vivirlo en unión con la Madre, que es la Sierva del Señor. Entonces, nuestro sacerdocio será custodiado en sus manos, más aún, en su corazón, y podremos abrirlo a todos. Será así fecundo y salvífico, en todos sus aspectos.

Que la Santísima Virgen nos mire con particular afecto a todos nosotros, sus hijos predilectos, en esta fiesta anual de nuestro sacerdocio. Que infunda sobre todo en nuestro corazón un gran deseo de santidad. Escribí en la exhortación apostólica Pastores dabo vobis: “la nueva evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad” (n. 82). El Jueves Santo, acercándonos a los orígenes de nuestro sacerdocio, nos recuerda también el deber de aspirar a la santidad, para ser “ministros de la santidad”, en favor de los hombres y mujeres confiados a nuestro servicio pastoral. En esta perspectiva aparece como muy oportuna la propuesta, hecha por la Congregación para el Clero, de celebrar en cada diócesis una “Jornada para la Santificación de los Sacerdotes” con ocasión de la fiesta del Sagrado Corazón, o en otra fecha más adecuada a las exigencias y costumbres pastorales de cada lugar. Hago mía esta propuesta deseando que esta jornada ayude a los sacerdotes a vivir conformándose cada vez más plenamente con el corazón del Buen Pastor.

[E 55 (1995), 588-591]